La majestuosidad de su muerte

Dedicado a los que se fueron...

Antes de dormir pienso en ella. Me obsesionan sus manos, la piel tan fina y frágil como las alas de mariposa, el mapa de sus venas que mostraba el paso de la edad, el cuidado de unas uñas pintadas con suma elegancia por una hija que no dejaba de verla ni en las peores tempestades de la vida... Las recuerdo una y otra vez, intentando sentir en mis manos el frío que transmitían, pero el abrazo tan cálido que embargaba cada uno de los rincones de mi cuerpo. Después de recorrerlas mil y una veces, memorizo su mirada cuando me decía todo lo que me quería, sus arrugas llenas de amor y de historias, el color de sus ojos como el cielo que avecina la mayor de las tormentas... 

Desde el aquel día convivo con el miedo de que por un suspiro se aleje de mi y ya no pueda volver a verla en mi mente con la misma intensidad y realidad. Pero en el fondo de mi alma lo sé, no puedo traerla de vuelta... Ella no va a volver...

Y desde entonces en mi cuerpo se agolpan cuatro sentimientos... impotencia, tristeza, castigo y amor.

Todo comenzó el día 13 de marzo, el día que ya no pudimos volver a ver su menuda figura en aquella silla de ruedas en la sala de su residencia, donde, como de costumbre, se batían batallas milenarias de juegos de cartas. Guerras en las que todo el mundo participaba, con el papel importante de hacerla creer que, por azares del destino, ella era la figura de la reina del ajedrez que siempre conseguiría dar jaque mate a su adversario. Pero aquel día, lo que ella ni nadie sabíamos, es que nuestra guerrera comenzaba su batalla más dura. Como si de un presentimiento se tratara, aquel día en mi interior se generó un agujero negro tan grande, como la incertidumbre más oscura, y el vacío más insalvable que la gente pueda llegar a entender.

Los días pasaban, las noticias se reducían, y la distancia de las dos calles que nos separaban, cada día se hacía más y más grande. Nadie sabe la cantidad de veces que me quería olvidar de todo lo que me rodeaba, saltarme las reglas, correr por la calle, llegar hasta ella y dormir a su lado para que no se sintiera sola. Pero no, seguíamos muriendo de impotencia, destinando nuestros esfuerzos en llamadas que se quedaban en la política impuesta, intentando que nuestros amigos nos filtraran información, que sus cuidadoras la mimaran más de lo que la directiva del centro permitía, venciendo el miedo a un virus del que no se sabía nada, orando para que no se sintiera sola...

Las noticias desde la residencia pasaron a ser una crónica de contagios o muertes diarias sin concretar, como el diario de una muerte anunciada de alguien que no tiene nombre ni familia, donde se despersonalizaba a los seres humanos como meros números de una sociedad cada vez menos emocional y más llevada por políticas sin sentido ni sentimientos. Cada llamada, cada noticia, era como una puñalada en el corazón, los nervios del que sabe que le van a dar una mala noticia, y el abrazo gélido del que se espera lo peor.

Y entonces llego la llamada, la fiebre, la duda, la inconcreción, el final ya escrito sin fecha, y la pena por el último abrazo no dado. La tristeza inundaba las habitaciones de una casa más llena que nunca pero con el silencio más amargo nunca escrito. Las horas pasaban tan extremadamente largas, las noticias tan sumamente escasas... que cada risa emitida era como una puñalada en el corazón, como si se traicionara la lucha de alguien que todavía tenía vida que vivir, nietos que conocer y sueños que cumplir.

Y sin embargo, y a pesar de las plegarias y los esfuerzos mentales, al final de aquella épica batalla estaba por llegar... Aquel 2 de abril nos confirmaron que el COVID había entrado en su cuerpo, y que dado su estado físico donde ya no comía ni los flanes que en secreto pedía mi madre que le dieran a escondidas, que ya no hablaba ni para decirles a las enfermeras lo bonitas que eran, y que sus respiraciones cada vez se reducían más hasta parecer el suspiro de la criatura más mágica y débil, se la llevaban a un complejo asistencial para cuidarla mejor. Pero nuestra esperanza duro unas horas escasas hasta que su doctora llamó para decir que ya nada se podía hacer, solo medicarla para que sus últimas horas fueran lo más dulces posibles, mientras ella se quedaba a su lado para que su último suspiro no fuera en una solitaria cama de hospital. Así que aquella médica se convirtió en su ángel, y como tal, hizo que la soledad de la habitación de aquel hospital se redujera a dos almas donde una esperaba a que otras se elevara al cielo, con la dignidad de la más poderosa de las reinas.

Aquella madrugada del 3 de abril soñé con ella, en mis sueños ella me daba su peine y me decía: hoy quiero que me peines tu. Recuerdo como si lo estuviera viviendo ahora mismo, cómo con toda la delicadeza del mundo, como quien tuviera el ser más débil en sus manos, mis dedos acariciaban su cabeza y su escasa cabellera, con el orgullo de haber sido elegida para acometer semejante labor. Como si todo el amor del universo se concentrara en aquel peine y en los cabellos que lo atravesaban.

Desde entonces me castigo mentalmente una y otra vez por no haberla visto más, por no haberla dado los millones de besos que desde su silla de ruedas me daba ella a mí, cuando yo agachaba mi cuerpo para rodearla con mis finos brazos... Me lamento por no haberla dicho más veces que era la mejor abuela del mundo, que su sonrisa inundaba cada rincón de la habitación, y que sus besos me hacían sentir la nieta más afortunada del mundo. Y aún así, me consuelo cada noche soñando que aprieto su mano mirando los anillos que solo una reina llevaría con tanto esmero, mientras sus ojos me miraban con un orgullo digno solo de las personas que practican el amor más puro. Y es entonces cuando me vence el sueño y durante unos minutos eternos siento que ella esta a mi lado dándome todo su cariño y que no me va a abandonar jamás.

Desde aquí y a mi ángel solo le puedo decir... Te sigo queriendo.

El invierno más frío

Como vaticinando la más absoluta de las desgracias, el invierno azotó al mundo con su soplido más frío. Y fue dicho viento glacial el que se filtro por cada uno de sus huesos, recorriendo cada uno de sus rincones para no separarse de él nunca más, para ayudarle... 

Su vida se había vuelto monótona, sin sentido y llena de desesperación, las semanas pasaban como si cada día fuera la misma película dramática con una misma introducción y un idéntico fatal desenlace. Podía ser verano en la calle, podía brillar el más hermoso sol en el más alto del cielo, pero de nada valía lo que pasase alrededor si dentro su corazón se encontraba el más duro invierno… Una vida de pérdidas le había llevado a la más profunda amargura y ese estado le había llevado a una profunda soledad. Su vida era un sinsentido desde que lo pierdo todo, desde que la perdió a ella… 

Recordaba aquel día con tanta nitidez que a veces el solo intento de olvidarlo le hería la mente hasta dejarlo sin aliento… Se lo intentaban explicar pero él no quería oírles, había una posibilidad entre un millón de que la operación saliera bien, y aún así, el coste era muy elevado. Pero… ¡Que sabrían ellos de la vida! Él no hubiera podido soportar ver como el último rayo de esperanza se escapaba como una estrella fugaz sin vida después de miles de años de viaje. Su hija lo era todo para él y si se la arrebataban no le quedaría nada para querer vivir. Así que decidió venderlo todo, vendería su alma al mejor postor si hiciera falta con tal de verla sonreír una y otra vez. Lo era todo para él y si ellos no lo entendían… ¡Al diablo! ¡Ellos tenían una familia sana en la que refugiarse! ¿Cómo conseguiría vivir sabiendo que dejo escapar su última esperanza? 

Como siempre que lo recordaba, necesitaba abrir los ojos y respirar lo suficiente, para amortiguar el dolor que se acrecentaba por instantes creando un nudo en su garganta que no le dejaba respirar. Los siguientes recuerdos siempre eran en forma de imágenes que invadían su mente cada día, eran como gotas de lluvia en la ventana, agolpándose de tal manera en su mente que no le permitían ver más allá del cristal de la vida. La falta de ganas de vivir, la despedida, el último adiós, su primera noche sin hogar… 

Hacía ya tiempo que vivía en la calle, sin dejar de ser un hombre de costumbres, se sentaba en el mismo rincón de la plaza principal de su ciudad, como si aquel sitio fuera el único que le entendía. Cada día se levantaba en un suelo frío rodeado de cartones y unas pocas mantas donde refugiarse en las duras noches de invierno. A veces durante la noche dejaba de sentir su cuerpo y se dejaba llevar por los sueños, esos en los que él volvía atrás en el tiempo y podía sentir el abrazo de su pequeña cuando llegaba de trabajar. En aquellos instantes vacíos de su vida, se sentía lleno, pero al despertar cegado por el amanecer que le acompañaba cada día, miraba a su alrededor y volvía a la realidad. 

Y entre suspiros, lágrimas acumuladas en el olvido y miles de gotas de impotencia pasaban los minutos para él. Muchos ratos de silencio recordaba la teoría de los 7 sucesos traumáticos que había leído en algún lugar en la época en la que era un hombre lleno de esperanza y amor: las personas sin hogar viven una media de 7 u 8 sucesos traumáticos encadenados en poco tiempo y la falta de apoyo por parte de familiares y amigos, añadida a la insuficiencia de recursos sociales les llevan a esa situación. ¡Era tan fácil hacer estadísticas! Que le dijeran a su pobre corazón hundido en el hielo cuantos sucesos hacían falta para morirse aunque siguiera latiendo. 

Para él solo había un único suceso traumático, la muerte, y eso había hecho que todas las estaciones se fusionaran en una, en la estación más fría inimaginable, imposible de superar con miles de mantas y buenos deseos. Una estación donde los copos de nieve caían sin cesar para despertarle de su utopía, donde el viento le azotaba en la cara para demostrarle que él no era nadie en la vida, donde la lluvia le recordaba que no tenía unos brazos donde refugiarse y donde las nubes le gritaban que nunca volvería a ver la luz del sol. 

Él no quería dar pena a la gente, él solo quería que el tiempo pasara lo más rápido posible para volver a encontrarse con ella en uno de esos mundos que nadie se puede imaginar. Él no quería dinero a cambio de compasión, él solo quería que el invierno mostrará su cara más salvaje y le dejara morir...

Tenía cincuenta y seis años, cuando fruto del frío mortal de aquella mañana de invierno, o quizás de los copos de amargura que se helaban en su corazón, tras una vida de terribles consecuencias, su cuerpo cedió al peor de los destinos…


Dicen que el invierno es la época más fría del año, que comienza en el solsticio del mismo nombre y termina en el equinoccio de primavera. Pero para algunas personas, el invierno es ese estado de insensibilidad, en el que la vida duele y no puedes hacer otra cosa distinta de sufrir hasta que todo termina y encuentras una vida mejor.

Carta a un mar de sueños

Querido abuelo:

Te escribo sin el convencimiento de que algún día llegues a leer estas líneas, sin embargo la pequeña esperanza de que tus ojos marrones vuelvan a recuperar la alegría que se perdió en aquel último abrazo, me hace tan fuerte como el protagonista de los cuentos que me leías antes de dormir.

Aún me acuerdo de aquel 15 de diciembre cuando papá y mamá me explicaron su decisión de huir de la hecatombe, la sangre y el miedo, pero créeme abuelo, el miedo tiene formas tan diferentes que nunca hemos logrado escapar de él. 

A partir de nuestra despedida, navegamos y caminamos muchos días junto con otra gente en nuestra situación. Pasamos frío, estábamos mucho tiempo mojados bajo la tempestad, y no teníamos ropa limpia o recursos suficientes para sobrevivir, pero aun así lo hicimos. Y cuando las peores situaciones mejoraban, llegaban las desgarradoras noticias de nuestros compatriotas, y entonces la muerte y la desolación invadía el ambiente, y durante muchos minutos el silencio se expandía tanto que a veces lo único que quedaba era el contacto humano. ¡Te lo juro!, el sólo sentir las manos heladas de mis padres, o su media sonrisa cuando todo iba mal, me hacia recordar que estaba vivo, que les tenía, y que eso era suficiente para sentirme afortunado.

Tras muchos días de adversidades por fin llegamos al campo de refugiados. Cuando papá me explico donde estábamos, una alegría invadió mi cuerpo, eran como miles de hormiguitas haciéndome cosquillas en la barriga. Y durante ese día la gente lloraba menos y hablaba más. Pero al día siguiente volvieron las malas noticias, parece ser que aquí no nos quieren abuelo, los países de nuestro alrededor no nos dejan pasar a sus tierras porque somos demasiados. Para la gente que nos vigila, para los medios de comunicación y casi hasta para mi, ya no soy un niño, ni tu súper-héroe, ni siquiera tengo nombre, ahora solo soy un refugiado, una persona sin destino que ha huido de su origen para alcanzar un futuro en tierra de nadie. Ellos no lo entienden, no venimos a robarles sus oportunidades, ni a quitarles su dinero, nuestro anhelo es sobrevivir, tú lo sabes bien. ¿Recuerdas lo que me dijiste? El ser humano tiene cosas maravillosas pero el egoísmo no deja que podamos verlas. Pues yo solo espero que como en los cuentos de reyes malos y caballeros valientes, todo esto tenga su final feliz.

Todos los días recuerdo tus palabras cuando te dije que no era lo suficientemente valiente para embarcarme en este desafío... ¡Paparruchas! Lo único capaz de impedir que superes tus miedos eres tu mismo. Desde entonces y hasta ahora he querido ser el héroe de tu vida, para que te sientas orgulloso de mi, pero la tristeza de no poder volver a verte no abandona mi corazón.

Dice mamá que tú estas bien, que no has podido venir todavía porque tienes que cuidar de la casa, para el día que volvamos. Sin embargo, yo no me lo termino de creer, porque muchas noches me hago el dormido y les oigo hablar del futuro y parece que en él no hay cabida para nuestra pequeña y destruida ciudad. Es entonces, cuando lloro en silencio, por lo que un día fuimos, por lo que podríamos haber sido y por lo que nunca seremos. Me quejaba de tantas bobadas cuando te tenía a mi lado, que ahora que lo recuerdo me da pena el tiempo malgastado en gigantes inventados.

A día de hoy, ya no recuerdo los sueños que quedaban por cumplir, ni las promesas que nos habíamos prometido, solo me queda la esperanza y la espera de que algún día todo esto acabe y pueda volver a tener un rincón donde vivir, un futuro y un abrazo... parece mentira, pero si algún día lograra volver a estar bajo tu abrazo protector, sin miedos, todo esto tendrá sentido.

Tu nieto que te quiere estés donde estés, y pase el tiempo que pase.


Iniciativa: Seamos seguidores


Como muchos sabréis, Google ha actualizado su política de manera que en las próximas semanas se estarán produciendo cambios que obligarán a los lectores a tener un cuenta de Google para acceder a Google Friend Connect y así poder seguir los blogs. Como resultado, se eliminarán cuentas y por tanto, esto conllevará a la pérdida de soñadores en el blog. 

La solución propuesta ante este cambio es animar a los lectores a usar una cuenta de Google y volver a seguir el blog. Pero esta solución no es suficiente, ya que como siempre he defendido, la libertad es lo primero que dan los sueños.

Tras una búsqueda de soluciones a este problema, no he conseguido descubrir alternativas para que aquellos que disfrutan gastando los minutos entre estas líneas no tengan que verse obligados a tener una cuenta de Google. Sin embargo navegando en la marea de pensamientos de muchos escritores, he llegado a una iniciativa que me ha parecido muy interesante en estos momentos en los que se nos está poniendo tan difícil conectar con el mundo. Su nombre es: Seamos seguidores, y se basa en que los que compartimos este espacio podamos seguirnos mutuamente, para lo cual lo que teneis que hacer es facilitar en un comentario de esta entrada vuestro blog y así de esta manera ambos podremos conectar nuestros sueños.

Quiero subrayar que esta alternativa no es una mera forma de captar seguidores, sino de conocer soñadores y leer sus pensamientos e inquietudes, no es una forma fría de aumentar un número sino una forma interesante de conocer nuevos mundos, en particular de aquellos que quieren salir de su pequeño rincón y darse a conocer. 



No me quiero ir sin recordar... 

El mundo tendrá prisa, pero esperaremos a que sea perfecto.

El tejado de los suspiros

Enamorada… Enamorada aún diez años después de ver sus ojos por última vez, recuerda con ternura la primera vez que conoció al amor de su vida. Recuerda con amor el instante en el que aquellos ojos azules despistados en medio de una clase de gente desconocida se volvieron un enigma para aquella chica morena y flacucha, que nunca se imaginó amar tanto a alguien. 

Pronto comenzaron las tardes en el parque tumbados en el césped, pasando las horas queriendo que el tiempo se parara, las noches en el puerto mirando las estrellas en silencio, pero rozándose el alma con las manos. 

Aún diez años después de que él hubiera desaparecido de su vida recordaba el primer beso, y la primera vez que le hizo el amor, recordaba como las manos rozaban todo su cuerpo ansiando recorrer cada centímetro de la piel bajo su tacto, como si aquel instante fuera la primera y última vez que iban a disfrutarse. Recuerda la ternura cuando ella enseñó un cuerpo que nunca había visto el mundo, y el miedo de ambos a no ser correspondidos, pero recuerda con más amor, como desnudaron su alma aquella noche consiguiendo que ella lograra tocar el cielo desde un lugar tan mundano. 

Habían madurado el uno al lado del otro, habían conocido el mundo dados de la mano, pero la felicidad no es eterna y dura lo mismo que un suspiro. Así que cuando tomaron la decisión de dejar de ocultar al mundo su felicidad, la vida les puso un obstáculo tan grande que hizo que el mundo que habían conocido se pusiera patas arriba. Qué hacer cuando ante tus sentimientos se interponen los de unos padres que tienen muy claro tu destino.

Para ellos, él era un chico en silla de ruedas y nunca lograrían ver a ese chico lleno de carisma, personalidad y positividad que lo caracterizaba. Para unos padres tiranos como los suyos, lo único que podían ver, era un chico discapacitado que nunca le iba dar lo que ella se merecía en la vida. Qué sabrían ellos del amor si hace años que dejaron de sentir la pasión del roce de unos dedos que reclaman cariño.

Aún así los meses sucesivos cada vez fueron un tormento mayor. Los castigos sin motivo cada vez se volvieron más recurrentes, así como los gritos que rompían la armonía de la casa por la desobediencia de una hija que no podía dejar de ver a aquel joven que le iba a destruir los sueños, incluso aparecieron momentos de gran agresividad, en el que poco faltó para romper el espacio entre los cuerpos. 

Ante tal situación al final decidió dejarle marchar, perder lo que le hacía feliz en la vida, dejar de lado sus propios deseos. Y fue a partir de entonces cuando aquella chica comenzó a aislarse del mundo, y a odiar la convivencia con aquellos seres que le habían robado todo, es por ello que pasaba más tiempo en la soledad de su tejado que en el bullicio de su propia casa. 

Así pues dado que aquella noche no sería distinta de las demás, allí estaba, sentada en el tejado haciendo un repaso del día mientras miraba el manto de estrellas que cubrían su cabeza y que le secaban las lágrimas con ternura. Se encontraba en el momento más íntimo del día, el momento en que desahogaba sus penas y recargaba sus fuerzas para el día siguiente, el momento en el que echaba la vista atrás, y recordaba en secreto la promesa que diez años atrás se habían hecho. 
Cuantas veces suspiró al cielo esperando que el viento calentara sus fríos y solitarios labios... Cuantas veces soñó despierta con el día en que se volvieran a encontrar... 

Interrumpiendo sus pensamientos, de repente lo vio, vio aquella siluetaba que cruzaba la calle sobre aquel instrumento con cuatro ruedas. Y sin pensar en cómo él reaccionaría al verla, ni si él había cambiado, ni si ella seguía siendo su único amor, corrió hacia él. Corrió sintiendo que no había pasado el tiempo por ellos, como si toda la espera solo hubiera sido una mala pesadilla. 
Cuando se encontró delante de él, mirando el cielo reflejado en aquellos ojos, ella solo pudo decir una cosa: "Nunca he podido olvidarte". Y como si el tiempo se hubiera parado en una de esas tardes en las que no hacía falta nada más que su presencia para sentir la felicidad, él le deleitó con esa mirada en la que su mundo volvía a tener sentido.



No te dejaré caer

Era por la noche y todo estaba en silencio en la sala de espera, habían pasado ya seis horas desde que entraron en aquel hospital, los minutos pasaban cada vez más lentos ante la angustia y la inquietud de quién no sabe nada. En algunos instantes los momentos de desesperación ante el silencio de los doctores, se mezclaban con la agonía e impotencia de quien teme el peor desenlace. El silencio sin decir nada lo decía todo. 

Quizás fuera la pequeña esperanza de que ella apareciera en aquella sala, por la que no derramaba ni una sola lágrima, pero de cualquier manera el nudo en su garganta se iba haciendo cada vez más doloroso, y las lágrimas de sus ojos seguían en el insistente esfuerzo de trepar por la pestañas. ¡Qué importaba el mundo si no estaba para compartirlo con ella!

Tras horas de imparables latidos en el pecho que azotaban su paciencia de manera violenta, apareció el doctor. En el estado de alteración en el que se encontraba aunque se esforzaba por entender todas y cada una de las palabras que aquellos labios en movimiento pronunciaban, su mirada no dejaba de ver unos recuerdos capaces de ocupar toda la habitación. De cualquier manera llegó a comprender en las palabras del doctor que su madre era mayor, que tenía un corazón muy fuerte, pero que el resultado era impredecible. 

No fue hasta que abrió la puerta de la habitación, cuando todas las imágenes cayeron en el abismo del olvido y empezó a comprender las palabras del doctor. La persona que tenía delante era frágil como el cristal de la joya más valiosa, sus manos temblaban sin freno y su mirada mucho dejaba que desear en comparación con la de tiempos “mejores”.

Pero todo cambió a partir de aquel instante los días llegaban con cuenta gotas. Con cada amanecer las ganas de verla recuperarse invadían todo su cuerpo recargando de energía todo su optimismo. Pero como ocurre en el cielo, la luz aparece al empezar el día hasta que desaparece por completo al llegar la noche. Desde que ella estaba en aquel hospital acababa los días derrumbado tras ver como la mirada de aquella anciana no dejaba de mirar a la ventana, sin articular palabra y sin dejar de temblar, como si la mente hubiera perdido la batalla de la vida. ¡Era tan triste ver lo mucho que había envejecido aquellos días! No podía dejar de culparla a ella y a si mismo por dejar morir su alegría. Las ganas de vivir se habían disipado.

Pero fuera como fuera todos los días lo intentaba, aún en la peor versión de si misma, no dejaba de alumbrarlo todo con su luz, ella seguía siendo su madre… de él y de cuatro hijos a los que fue capaz de sacar adelante habiendo perdido al amor de su vida. Nadie tenía ni idea de lo que era fingir ser feliz todos los días para que su fortaleza no se derrumbara, y conseguir curar un mundo roto lleno de tiritas de falsa positividad. 

Pero a pesar de que todos los que la conocían sabían que hizo todo por sus hijos, sólo uno iba a visitarla. Sólo uno limpiaba sus lágrimas cuando su memoria perdía los recuerdos y no entendía porque no coordinaba bien, sólo uno cambiaba sus ropas y limpiaba su cuerpo para que no perdiera su orgullo de mujer, sólo uno gastaba todo su tiempo en hacerla mostrar la más triste de las sonrisas. 

Si tuviera que elegir el peor momento del día, serían aquellos en los que la falta de oxigeno hacía que su madre viviera una realidad paralela, que no recordara nada de quien daría la vida por ella, que se pusiera muy agresiva con la gente que solo trataba de darla cariño, que se intentará arrancar los tubos que la ataban a la vida… ¡Odiaba esos momentos en los que no era nada para ella!

Por su parte, cuando ella era consciente, no entendía las visitas por compromiso que la hacían los otros hijos una vez al mes, y aunque fingiera que no la importaba nada mientras estuviera allí para cuidarla, en el fondo del corazón dolía. Hería el no saber los motivos por los que se habían olvidado de ella como persona, pero aún la entristecía más el pensar en la única persona que estaba dando hasta la última gota de sangre por ella sin exigir nada a cambio. 

Todos los días de la semana, cuando el cielo se había escondido dando paso a la luna, le gustaba salir a la ventana y mirar el cielo. En esos momentos se olvidaba de que su madre estaba enferma, eliminaba de su mente todos los insultos de aquellos a los que no se les podía considerar hermanos y rezaba a su padre pidiéndole que todo saliera bien, que le diera las fuerzas necesarias para seguir sonriendo pese a todo lo que le rodeaba. Y mil veces gritaba llorando a las estrellas… ¡No la dejaré caer!