No te dejaré caer

Era por la noche y todo estaba en silencio en la sala de espera, habían pasado ya seis horas desde que entraron en aquel hospital, los minutos pasaban cada vez más lentos ante la angustia y la inquietud de quién no sabe nada. En algunos instantes los momentos de desesperación ante el silencio de los doctores, se mezclaban con la agonía e impotencia de quien teme el peor desenlace. El silencio sin decir nada lo decía todo. 

Quizás fuera la pequeña esperanza de que ella apareciera en aquella sala, por la que no derramaba ni una sola lágrima, pero de cualquier manera el nudo en su garganta se iba haciendo cada vez más doloroso, y las lágrimas de sus ojos seguían en el insistente esfuerzo de trepar por la pestañas. ¡Qué importaba el mundo si no estaba para compartirlo con ella!

Tras horas de imparables latidos en el pecho que azotaban su paciencia de manera violenta, apareció el doctor. En el estado de alteración en el que se encontraba aunque se esforzaba por entender todas y cada una de las palabras que aquellos labios en movimiento pronunciaban, su mirada no dejaba de ver unos recuerdos capaces de ocupar toda la habitación. De cualquier manera llegó a comprender en las palabras del doctor que su madre era mayor, que tenía un corazón muy fuerte, pero que el resultado era impredecible. 

No fue hasta que abrió la puerta de la habitación, cuando todas las imágenes cayeron en el abismo del olvido y empezó a comprender las palabras del doctor. La persona que tenía delante era frágil como el cristal de la joya más valiosa, sus manos temblaban sin freno y su mirada mucho dejaba que desear en comparación con la de tiempos “mejores”.

Pero todo cambió a partir de aquel instante los días llegaban con cuenta gotas. Con cada amanecer las ganas de verla recuperarse invadían todo su cuerpo recargando de energía todo su optimismo. Pero como ocurre en el cielo, la luz aparece al empezar el día hasta que desaparece por completo al llegar la noche. Desde que ella estaba en aquel hospital acababa los días derrumbado tras ver como la mirada de aquella anciana no dejaba de mirar a la ventana, sin articular palabra y sin dejar de temblar, como si la mente hubiera perdido la batalla de la vida. ¡Era tan triste ver lo mucho que había envejecido aquellos días! No podía dejar de culparla a ella y a si mismo por dejar morir su alegría. Las ganas de vivir se habían disipado.

Pero fuera como fuera todos los días lo intentaba, aún en la peor versión de si misma, no dejaba de alumbrarlo todo con su luz, ella seguía siendo su madre… de él y de cuatro hijos a los que fue capaz de sacar adelante habiendo perdido al amor de su vida. Nadie tenía ni idea de lo que era fingir ser feliz todos los días para que su fortaleza no se derrumbara, y conseguir curar un mundo roto lleno de tiritas de falsa positividad. 

Pero a pesar de que todos los que la conocían sabían que hizo todo por sus hijos, sólo uno iba a visitarla. Sólo uno limpiaba sus lágrimas cuando su memoria perdía los recuerdos y no entendía porque no coordinaba bien, sólo uno cambiaba sus ropas y limpiaba su cuerpo para que no perdiera su orgullo de mujer, sólo uno gastaba todo su tiempo en hacerla mostrar la más triste de las sonrisas. 

Si tuviera que elegir el peor momento del día, serían aquellos en los que la falta de oxigeno hacía que su madre viviera una realidad paralela, que no recordara nada de quien daría la vida por ella, que se pusiera muy agresiva con la gente que solo trataba de darla cariño, que se intentará arrancar los tubos que la ataban a la vida… ¡Odiaba esos momentos en los que no era nada para ella!

Por su parte, cuando ella era consciente, no entendía las visitas por compromiso que la hacían los otros hijos una vez al mes, y aunque fingiera que no la importaba nada mientras estuviera allí para cuidarla, en el fondo del corazón dolía. Hería el no saber los motivos por los que se habían olvidado de ella como persona, pero aún la entristecía más el pensar en la única persona que estaba dando hasta la última gota de sangre por ella sin exigir nada a cambio. 

Todos los días de la semana, cuando el cielo se había escondido dando paso a la luna, le gustaba salir a la ventana y mirar el cielo. En esos momentos se olvidaba de que su madre estaba enferma, eliminaba de su mente todos los insultos de aquellos a los que no se les podía considerar hermanos y rezaba a su padre pidiéndole que todo saliera bien, que le diera las fuerzas necesarias para seguir sonriendo pese a todo lo que le rodeaba. Y mil veces gritaba llorando a las estrellas… ¡No la dejaré caer!